Estaba
sentado en el balcón de mi casa observando a mis nietos jugar con sus amigos.
Sus juegos eran extraños para mí, porque no corrían, no saltaban, no hacían
nada que me recordara los juegos de mi niñez. Tenían en la mano algo muy
pequeño y todos miraban muy atentos ahí, a una diminuta pantalla, de la cual
salían vivos colores. Estaban quietos y callados y de pronto saltaban y reían,
y de nuevo volvían a mirar dicho objeto. Yo recuerdo que jugábamos a las
canicas, a las chapas, al escondite, corríamos como si la vida nos fuera en
ello. Esos eran nuestros problemas más graves, no llegar el último. Nuestra
guerra de bolas de papel, eran las más atroces y violentas. ¡Qué tiempos
aquellos!
De vez
en cuando mis nietos se acercan a mi viejo sillón, del cual no me puedo
levantar, y les gusta que les cuente aquellas historias que viví cuando era
joven. Disfruto como un niño contándolas. Lo que más le gusta a Isabel es que
le cuente como conocí a Gabriela, su abuela.
Yo
vendía libros por las casas para ganarme unas” perrillas” después de hacer el
trabajo del campo, y sobre todo los días de lluvia. Llamé al número quince de
la calle gracia, ¡qué curioso el numero y la calle!, me abrió la puerta una
morena de ojos negros y pelo ondulado, sólo al verla me dio un vuelco el
corazón. Entablé conversación con ella, quería venderle una enciclopedia de la
historia de España, pero salió su padre con el ceño fruncido, alisándose el
bigote y preguntando que quien era a esas horas y con tanto palique. Cuando me
presenté y dije a lo que iba, me dio con la puerta en las narices, pero un buen
vendedor nunca desiste en el empeño y volví muchas veces a esa casa, hasta que
me compraron la enciclopedia y conquisté a esa linda chiquilla.
Me hice adicto al tabaco porque en mi época estaba
muy bien visto un hombre fumando, y yo quería seguir impresionando y conquistando
el corazón de mi amada. Entonces no me temblaban las manos al intentar
acariciar su pelo, mi sonrisa era limpia y brillante. Ahora veo los desastres
que ha hecho el tabaco en mí, por algo me llaman José el mellado.
Mi nieta disfrutaba cuando describía a la abuela,
decía que mi cara se transformaba, y que esa mirada triste y apagada que tenía
se volvía brillante y alegre. La recuerdo en la cocina con su cucharón de palo
removiendo el guiso de carne en la lumbre, era la reina de la cocina. Tuvimos
una gran familia. Ella me enseño que esta palabra tiene aromas, huele a guiso,
a aliento de canela en rama, a tierra mojada. En ninguna enciclopedia del mundo
dice que la palabra familia huele, pero yo aseguro que eso es cierto. Aún lloro
por ella, porque me veo cansado y viejo pero a pesar de todo, ya se me cuela
alguna sonrisa al verme rodeado de esta mi familia.