Todo a mi alrededor daba
vueltas y vueltas. De pronto me sentí lejos del calor de mi madre y eché de
menos sus lamidos y su aliento.
Sin darme cuenta me puse
a caminar, me fui lejos de casa y me perdí por el camino. Estaba muy asustado
en un rincón, cuando, me cogieron unos gamberros y me llevaron con ellos. Hicieron
conmigo de todo, hasta me dieron de beber cubatas, de ahí que todo me diera
vueltas. Me volvieron a dejar tirado en una placeta, mi débil cuerpecillo
apenas podía resistir, pensaba que tenía
que ser fuerte, por algo los gatos tenemos la fama de vivir siete vidas.
Necesitaba, con toda mi alma, a mi madre. La fortuna quiso que una niña me
encontrara y me recogiera, aunque al principio se lo pensó, porque, creyó que
estaba muerto, pero su amiga le dijo que aún tenía un hilo de vida.
Me llevó a su casa, me
metió en una caja y me dejó en el patio hasta la mañana siguiente que vino a
verme. Me lavó, me secó y me dio de comer de su mano amiga. Nos adoptamos
mutuamente. Yo estaba en esa casa como un verdadero PRINCIPE. Cuando se iba al cole, la acompañaba hasta la esquina
ante la mirada de algunos mocosos que querían cogerme, pero ya no me fiaba de
nadie y les sacaba las uñas para defenderme. Era el gato más feliz del mundo.
Llegaron las vacaciones y nos trasladamos a la casita de campo. Uff... No me adaptaba a estar siempre en la calle, prefería el sofá calentito. Pero poco a poco me fui adaptando al aire libre, entre tierra y polvo. Había una huerta grande, me gustaba estar al fresquito, aunque después me tocara baño. Trepaba por los árboles pero a la hora de bajar era un problema, tenía vértigo. Clara siempre me cogía, me acunaba entre sus pequeños brazos y me acariciaba. Hacíamos buena pareja.
Un día estaba tranquilo, a la sombra de un peral, cuando oí a mi amiga gritar desesperada, corrí a ver que le sucedía, estaba muy asustada, había visto un pequeño “bichito” correr y esconderse debajo de sus juguetes. Mi buen olfato gatuno y mi instinto de cazador me hicieron estar atento y ver qué asustaba a Clara. Al cabo de un rato de estar observando, (mi apariencia parecía la de un gato dormido, pero no era cierto, tenía un ojo abierto y el otro cerrado, para despistar un poco). Vi lo que tanto asustaba a la niña, era un ratón, Al instante mi instinto de nuevo se puso en marcha y... lo perseguí por todo el huerto hasta que ¡lo pillé!
Estuve jugando con él un rato: lo cogía, lo soltaba, corría, lo volvía a coger y la verdad era divertido pero ¡de pronto! se quedó quieto y ya no hacía nada. Entonces no supe qué hacer con él. Si no se movía no podía jugar y entonces ya no era divertido. Lo dejé allí, inmóvil y me fui a los pies de Clara que de nuevo me tomó en sus brazos y me acarició. Desde aquel día estuve muy atento para que ningún “bichito” de “esos” asustara a mi amiga inseparable.
Llegaron las vacaciones y nos trasladamos a la casita de campo. Uff... No me adaptaba a estar siempre en la calle, prefería el sofá calentito. Pero poco a poco me fui adaptando al aire libre, entre tierra y polvo. Había una huerta grande, me gustaba estar al fresquito, aunque después me tocara baño. Trepaba por los árboles pero a la hora de bajar era un problema, tenía vértigo. Clara siempre me cogía, me acunaba entre sus pequeños brazos y me acariciaba. Hacíamos buena pareja.
Un día estaba tranquilo, a la sombra de un peral, cuando oí a mi amiga gritar desesperada, corrí a ver que le sucedía, estaba muy asustada, había visto un pequeño “bichito” correr y esconderse debajo de sus juguetes. Mi buen olfato gatuno y mi instinto de cazador me hicieron estar atento y ver qué asustaba a Clara. Al cabo de un rato de estar observando, (mi apariencia parecía la de un gato dormido, pero no era cierto, tenía un ojo abierto y el otro cerrado, para despistar un poco). Vi lo que tanto asustaba a la niña, era un ratón, Al instante mi instinto de nuevo se puso en marcha y... lo perseguí por todo el huerto hasta que ¡lo pillé!
Estuve jugando con él un rato: lo cogía, lo soltaba, corría, lo volvía a coger y la verdad era divertido pero ¡de pronto! se quedó quieto y ya no hacía nada. Entonces no supe qué hacer con él. Si no se movía no podía jugar y entonces ya no era divertido. Lo dejé allí, inmóvil y me fui a los pies de Clara que de nuevo me tomó en sus brazos y me acarició. Desde aquel día estuve muy atento para que ningún “bichito” de “esos” asustara a mi amiga inseparable.
MARÍA PÉREZ