Toda la semana esperando el domingo, porque sabemos que los abuelos siempre
nos preparan una grata sorpresa. Mis hijas y yo somos sus niñas preferidas y
así nos lo hacen saber con sus caricias y mimos.
Cuando llega el sábado, nos levantamos muy contentas,
¡nos vamos a casa de los abuelos!
Al llegar, su hogar como siempre, está
impregnado de ese maravilloso olor que envuelve una casa entrañable y a la que
yo tuve la suerte de pertenecer. La abuelita, mi madre, en la cocina con su impecable mandil, prenda
obligada, para ponerse delante de una cazuela. Todo preparado, pretendía hacer
un guiso con su tomate, sus ajos, su pimentón, todo para hacer mi receta
preferida pero…. ¡ese guiso a las niñas no les gusta! pensé y poco después tuve
claro que no habría problema, ahí estaba el abuelo, sin mandil, pero con
muchas ganas de complacer a sus niñas. Sartén en mano, agua, aceite, ajos sal y
harina, y…ahí está dispuesto a prepararnos,
la comida mejor de la semana.
Se fríe el
aceite y se aparta, se calienta el agua a punto de hervir y se añade la harina
y… vueltas y vueltas y de vez en cuando un poco de ese aceite ya frito, y ahí
está lo más importante, el abuelo preparando esas migas y nosotras, las tres,
mirando con nuestras manos puestas haciendo de plato, para degustar los
primeros “pegaos”. De pronto, el abuelo coge la sartén, y nuestro corazón se
encoge cuando las lanza al aire para darles la vuelta, el aliento se nos
corta por unos instantes, pero ¡ NO SE LE CAE NI UNA AL SUELO!, luego ahí está
lo que tanto estábamos esperando los “pegaos” ¡que ricos!
Las tres alrededor del abuelo y de la sartén y otra
vez, otro chorreón de aceite, un poco de reposo y vuelta al aire las
migas, de nuevo con nuestro aliento recortado esperando otra tonga de
esos deliciosos “pegaos” que desprenden ese olor tan peculiar.
¡Me encantan los recuerdos con sabor y olor!