JUEVES LARDERO
Yo vivía feliz en mi pueblo, con mi familia y mis
amigos ajena a cualquier problema fuera de mi entorno. En la escuela yo era una
adolescente más aunque no era de la misma raza que mis compañeras, mi condición gitana no me
impedía estar integrada con mis amigas, aunque es cierto que siempre había
quien no quería estar a mi lado, pero eso a mí no me importaba. Cuando salíamos
al recreo me juntaba con todas mis compañeras y nuestra mayor pasión era ir a
ver a los niños al patio del al lado (porque entonces estábamos en patios
diferentes) pero sobre todo, yo perdía los vientos por Carlos, un chico
guapísimo, pero claro era payo. Nosotros lo íbamos a tener muy difícil. Yo le
gustaba a él también y siempre nos juntábamos cuando podíamos, pero siempre en
la escuela y con una alambrada por el medio. Yo era muy afortunada porque tuve
la oportunidad de ir a la escuela, no todas las gitanas iban a la escuela,
porque para nada nos serviría en el futuro.
Como todos los años por estas fechas que preceden a
la Semana Santa, llega el señalado y esperado jueves lardero, todos los niños
nos llevan al campo con nuestras meriendas, con lo mejor que cada uno podía
llevar, y pasábamos el día en el campo todos juntos. Ese día nosotros lo
aprovechamos para estar juntos sin nada que se interpusiera entre nosotros.
Pasamos el mejor día de nuestra vida, aún sabiendo el peligro al que nos
exponíamos.
Al día siguiente mis padres sabían que yo salía con
un payo y la paliza que me llevé nunca la olvidaré, al mismo tiempo, ya nunca
volvería a la escuela. Carlos hacía lo imposible para poder verme, pero mi
familia nos lo ponía muy difícil, pero
nuestro amor no entendía de barreras y cuando ya se ha pasado el ecuador del
invierno y las tardes se alargan, Carlos y yo nos veíamos a escondidas y
disfrutábamos de cada momento como si se tratara del último. Pero esto pronto
se acabó, una tarde nos encontraron mis hermanos y no tuvieron compasión con
nosotros, nos pegaron hasta dejarnos medio muertos, y yo deshonrada por mi raza
fui repudiada de mi familia para siempre. Carlos no tuvo mejor suerte, sus
padres se lo llevaron lejos del pueblo y nunca más supe de él. Nuestro amor
quedó roto y herido, yo nunca lo pude olvidar.
Ahora cincuenta años más tarde, aquí estoy sentada
en una triste habitación compartida por otra anciana como yo. Fuera llueve y
hace frío y por nuestra ventana veo a una nueva persona que entra a la
residencia con un macuto en la mano. Yo me acerco a saludarla porque me gusta
dar la bienvenida a mis compañeros, cuando lo miro, me fijo y veo que era él,
era Carlos, el tiempo había hecho mella en él, pero yo pude reconocerlo. El me
miró y no supo quién era yo. Su mente ya no reconocía ningún rostro familiar.
Yo me propuse acercarme a él todos los días para hacerle compañía, pero hasta eso
me lo prohibieron, él estaba en una fase diferente a la mía y yo no podía estar
allí.
Ya solo me quedaba el consuelo de saber que
estábamos los dos terminando nuestros días bajo el mismo techo y respirando el mismo aire. Pero eso no
me bastaba. Una noche me colé a su habitación y por unos instantes quise
comprobar que sabía quién era yo, me acerqué y le susurré al oído: Nunca podrás
saber cuánto lloré por ti, pero nunca te he olvidado, él me miró y me dijo: sí
que lo sé gitana mía. Nos cogimos de la mano y los dos volamos alto, tan alto
como que nos fuimos para siempre juntos
a aquel fabuloso jueves lardero.
MARÍA PÉREZ GARCÍA
29/02/2012.