Mi pueblo, Castilléjar de los ríos, como su nombre
bien indica, está ubicada entre dos ríos, el río Galera y el río Guardal, esto
hace que pueda disfrutar de una provechosa y verde vega sembrada de caudalosas
acequias con las cuales se riegan sus cultivos.
Por otro lado podemos ver desolados cerros y
barrancos. Éste paisaje es lo que parece inalterable a través de los tiempos,
lo único reconocido. Ésta es una tierra desolada y pobre, la componen cerros y
barrancos, tierra caliza surcada por estrechas veredas y caminos pedregosos por
donde serpentean ganados y pastores en busca de algo de alimento. Su grandeza
está en la simplicidad, sin adornos inútiles, sólo unos matorrales de seco
esparto, en la luz, una luz asombrosa que le da un baño de misterio y de
belleza, especialmente cuando el sol se aleja por el horizonte. Sus últimos
rayos dan de frente a estos cerros y sale de ellos ese brillo salpiqueado de sus
muchos espejuelos, brillan como joyas escondidas entre los matorrales
despidiendo los últimos rayos de sol.
¡Cuánta curiosidad
me producía a mí aquellos destellos de luz sobre la rústica y seca
tierra!, me parecía algo asombroso, tanto que hacía que me acercara a
ellos para poder comprobar por mí misma
que sólo era un rayo de luz en un simple espejuelo.
Pero mi pueblo no es sólo unos cerros desolados, su
dos ríos hacen que su paisaje se vuelva animado y tenga vida. Cada bancal, cada
loma, cada vereda, cada acequia, cada uno tiene su nombre y dueño. Nombrar las
cosas y desde luego, los pueblos equivale a conocerlos y recordarlos, tu pueblo
muere cuando tú no lo recuerdas. Mi pueblo tiene suerte porque muchos lo
recordamos. Sus callejuelas, sus pequeñas plazas y sus grandes espacios donde
de pequeños jugábamos y corríamos. La eras, ¡Qué nombre tan sugerente! En
verano con gran actividad, porque allí se recolectaba el grano ya segado con el
sudor y el trabajo de los nuestros, pero que aún tenían que recoger. Recuerdo
aquellas parvas de paja con sus espigas
doradas y preñadas de grano, esperando ser separadas por un trillo y dos mulos,
llevados y guiados por su dueño.
Ya nada queda de esto, sólo en nuestro recuerdo.
Pero lo que sí queda inalterable a través de los tiempos es nuestro paisaje y
nuestro amor por él.
MARÍA PÉREZ GARCÍA
4/04/2012.
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