viernes, 27 de abril de 2012

Los Pájaros Liberadores






PÁJAROS LIBERADORES
    En la calle hace frío y está nevando, pero el deseo de salir a pasear es más intenso que el frío. La puerta está abierta,  cojo  el chal y los guantes y me dispongo a satisfacer esa necesidad que siento. Caminando, mis pies me han llevado a mi lugar favorito, la estación de tren. Me encanta estar ahí. Me gusta observar a las personas con esas caras de alegría cuando llegan sus familiares o amigos, o de desilusión cuando éstos no llegan. Sentada en el andén en un banco vacío observo el ir y venir de las personas, cómo cada una de ellas lleva en su mente sus propias preocupaciones e inquietudes. Hace ya unos años allí dejé yo las mías.
      La noche está cayendo, siento frío, me arropo con mi negro chal y me acerco a un vagón de tren que acaba de llegar. Casi sin darme cuenta me veo en un asiento cercano a la ventana. Yo me encuentro muy cómoda y confortable allí, miro alrededor y veo a familias con sus hijos, a jóvenes que hablan entre ellos y me sonríen cuando  los miro, parece que lo estoy viendo a él con su impecable uniforme y su petate. Siempre con esa agradable sonrisa en su rostro. El tren se pone en marcha y  siento una enorme satisfacción, no me quiero perder ni un detalle de todo lo que pasa fuera de este tren, los paisajes, las ardillas subiéndose en los árboles, que ya parecen algodones de feria por su leve capa de nieve que los cubre. Pero de pronto algo  interrumpe éste espectacular  paisaje, unos enormes pájaros negros me siguen a través del ventanal del tren, yo intento ignorarlos pero ellos me miran fijamente y parecen que gritan mi nombre. Nadie parece fijarse en ellos.
    El tren llega a la próxima estación, pero está vacía, no hay pasajeros esperando, ni nadie baja, pero yo puedo ver que él está esperándome y que me llama con una dulce voz, él me hace señales con su mano, intento bajarme pero las puertas no se abren, pero sí pude ver como los pájaros negros le están atacando, mientras él me llama desesperadamente. No pude dejar de pensar que de nuevo podría perderle, no me lo podía permitir. Nadie en ese vagón parecía oír mis gritos de desesperación por salir de allí, todos estaban muy ocupados pensando en su propio mundo y en sus preocupaciones, todos tenían caras y miradas de indiferencia.
    En la siguiente estación me bajé, no había mucha distancia entre las dos pero el frío y la nieve ya eran bastante penetrantes y mi caminar se hacía lento y pesado, pero yo tenía que llegar a esa estación, él estaba allí esperándome. Cuando estaba caminando, un coche se paró a mi altura y su conductor me preguntó si me podía ayudar. Con mucho gusto acepte su ayuda. Juan (así se llamaba el conductor) y yo pronto establecimos una amena conversación, le estaba contando lo que me pasaba y por lo que quería volver a esa estación. Pude comprobar que éste me estaba mirando un poco extrañado, me decía que esa estación llevaba ya mucho tiempo cerrada y que allí no había nadie, yo no quería hacerle caso, aunque él me insistía que no fuera allí.
Cuando llegamos me bajé del coche y me dirigí a toda prisa a encontrarme de nuevo con él. Pero el tiempo y las casualidades iban en mi contra, corrí hacia él, pero de nada me sirvió porque esos enormes pájaros revoloteaban a su lado y no me permitían acercarme, el me extendía la mano y me llamaba. De pronto sentí una fría mano en mi hombro y un ardiente pinchazo en mi piel.
    Cuando abrí los ojos vi a la madre María acariciándome el pelo al lado de mi cama, llamándome y preguntándome que como había dormido. Pronto pude comprobar que de nuevo estaba en la cruel realidad, entre aquellos grandes ventanales y rodeada de personas con miradas vacías y tristes. Miro por la ventana pero ésta está empañada por el frío helador de la noche, sin embargo allí estaban, esos pájaros negros seguían a mi acecho.
     Pronto comprendí que esa noche era la definitiva, por fin llegaría hasta él.
Me siento cansada, débil, casi no puedo oír los latidos de mi corazón, tic…tic...tic…tic tiiiiiiiiiiiiii.

MARÍA PÉREZ GARCÍA.
19/03/2012

miércoles, 4 de abril de 2012

Mi pueblo




Mi pueblo, Castilléjar de los ríos, como su nombre bien indica, está ubicada entre dos ríos, el río Galera y el río Guardal, esto hace que pueda disfrutar de una provechosa y verde vega sembrada de caudalosas acequias con las cuales se riegan sus cultivos.
Por otro lado podemos ver desolados cerros y barrancos. Éste paisaje es lo que parece inalterable a través de los tiempos, lo único reconocido. Ésta es una tierra desolada y pobre, la componen cerros y barrancos, tierra caliza surcada por estrechas veredas y caminos pedregosos por donde serpentean ganados y pastores en busca de algo de alimento. Su grandeza está en la simplicidad, sin adornos inútiles, sólo unos matorrales de seco esparto, en la luz, una luz asombrosa que le da un baño de misterio y de belleza, especialmente cuando el sol se aleja por el horizonte. Sus últimos rayos dan de frente a estos cerros y sale de ellos ese brillo salpiqueado de sus muchos espejuelos, brillan como joyas escondidas entre los matorrales despidiendo los últimos rayos de sol.
¡Cuánta curiosidad  me producía a mí aquellos destellos de luz sobre la rústica y seca tierra!, me parecía algo asombroso, tanto que hacía que me acercara a ellos  para poder comprobar por mí misma que sólo era un rayo de luz en un simple espejuelo.
Pero mi pueblo no es sólo unos cerros desolados, su dos ríos hacen que su paisaje se vuelva animado y tenga vida. Cada bancal, cada loma, cada vereda, cada acequia, cada uno tiene su nombre y dueño. Nombrar las cosas y desde luego, los pueblos equivale a conocerlos y recordarlos, tu pueblo muere cuando tú no lo recuerdas. Mi pueblo tiene suerte porque muchos lo recordamos. Sus callejuelas, sus pequeñas plazas y sus grandes espacios donde de pequeños jugábamos y corríamos.  La eras, ¡Qué nombre tan sugerente! En verano con gran actividad, porque allí se recolectaba el grano ya segado con el sudor y el trabajo de los nuestros, pero que aún tenían que recoger. Recuerdo aquellas parvas  de paja con sus espigas doradas y preñadas de grano, esperando ser separadas por un trillo y dos mulos, llevados y guiados por su dueño.
Ya nada queda de esto, sólo en nuestro recuerdo. Pero lo que sí queda inalterable a través de los tiempos es nuestro paisaje y nuestro amor por él.


MARÍA PÉREZ GARCÍA
4/04/2012.

lunes, 19 de marzo de 2012

Jueves lardero





JUEVES LARDERO
Yo vivía feliz en mi pueblo, con mi familia y mis amigos ajena a cualquier problema fuera de mi entorno. En la escuela yo era una adolescente más aunque no era de la misma raza que  mis compañeras, mi condición gitana no me impedía estar integrada con mis amigas, aunque es cierto que siempre había quien no quería estar a mi lado, pero eso a mí no me importaba. Cuando salíamos al recreo me juntaba con todas mis compañeras y nuestra mayor pasión era ir a ver a los niños al patio del al lado (porque entonces estábamos en patios diferentes) pero sobre todo, yo perdía los vientos por Carlos, un chico guapísimo, pero claro era payo. Nosotros lo íbamos a tener muy difícil. Yo le gustaba a él también y siempre nos juntábamos cuando podíamos, pero siempre en la escuela y con una alambrada por el medio. Yo era muy afortunada porque tuve la oportunidad de ir a la escuela, no todas las gitanas iban a la escuela, porque para nada nos serviría en el futuro.
Como todos los años por estas fechas que preceden a la Semana Santa, llega el señalado y esperado jueves lardero, todos los niños nos llevan al campo con nuestras meriendas, con lo mejor que cada uno podía llevar, y pasábamos el día en el campo todos juntos. Ese día nosotros lo aprovechamos para estar juntos sin nada que se interpusiera entre nosotros. Pasamos el mejor día de nuestra vida, aún sabiendo el peligro al que nos exponíamos.
Al día siguiente mis padres sabían que yo salía con un payo y la paliza que me llevé nunca la olvidaré, al mismo tiempo, ya nunca volvería a la escuela. Carlos hacía lo imposible para poder verme, pero mi familia nos  lo ponía muy difícil, pero nuestro amor no entendía de barreras y cuando ya se ha pasado el ecuador del invierno y las tardes se alargan, Carlos y yo nos veíamos a escondidas y disfrutábamos de cada momento como si se tratara del último. Pero esto pronto se acabó, una tarde nos encontraron mis hermanos y no tuvieron compasión con nosotros, nos pegaron hasta dejarnos medio muertos, y yo deshonrada por mi raza fui repudiada de mi familia para siempre. Carlos no tuvo mejor suerte, sus padres se lo llevaron lejos del pueblo y nunca más supe de él. Nuestro amor quedó roto y herido, yo nunca lo pude olvidar.
Ahora cincuenta años más tarde, aquí estoy sentada en una triste habitación compartida por otra anciana como yo. Fuera llueve y hace frío y por nuestra ventana veo a una nueva persona que entra a la residencia con un macuto en la mano. Yo me acerco a saludarla porque me gusta dar la bienvenida a mis compañeros, cuando lo miro, me fijo y veo que era él, era Carlos, el tiempo había hecho mella en él, pero yo pude reconocerlo. El me miró y no supo quién era yo. Su mente ya no reconocía ningún rostro familiar. Yo me propuse acercarme a él todos los días para hacerle compañía, pero hasta eso me lo prohibieron, él estaba en una fase diferente a la mía y yo no podía estar allí.
Ya solo me quedaba el consuelo de saber que estábamos los dos terminando nuestros días bajo el mismo  techo y respirando el mismo aire. Pero eso no me bastaba. Una noche me colé a su habitación y por unos instantes quise comprobar que sabía quién era yo, me acerqué y le susurré al oído: Nunca podrás saber cuánto lloré por ti, pero nunca te he olvidado, él me miró y me dijo: sí que lo sé gitana mía. Nos cogimos de la mano y los dos volamos alto, tan alto como que nos fuimos para siempre  juntos a aquel fabuloso jueves lardero.

MARÍA PÉREZ GARCÍA
29/02/2012.

martes, 6 de marzo de 2012

ENTRE PENUMBRAS


ENTRE PENUMBRAS
Una  habitación con dos candelabros encima de un tocador del salón. Son las tres de la mañana, las campanas del reloj están sonando.
Los candelabros tienen cada uno cinco velas, y están ya casi la mitad apagadas, pero las otras siguen encendidas.
Pepita (madre de Rubén) las deja encendidas todas las noches porque sabe que su hijo volverá tarde, y un poco pasado con el alcohol, no quiere que dé tropezones con los muebles de la casa y despierte a su padre, porque éste se enfada mucho cuando ve que viene bebido, le da por pegarle a él y a ella si se pone en medio.
Cuando Rubén  entró en la casa, pasó por el salón para ir a su habitación. Al trasluz de las velas, su silueta semejaba a una rama azotada por el viento, casi no podía tenerse en pie. La claridad de las lamparillas que alumbraban sobre esos candelabros, desvelaron la figura de un rostro desfigurado por una brutal paliza. Él la observó durante unos instantes intentando equilibrarse en el respaldo de una silla.  ¡Jo, tío! ¡Qué peo más grande llevo! ¡Estoy viendo la cara de esa puta en el sofá de mi casa!. Pero si no puede ser, si la he dejado caos. ¡Cómo gritaba la muy cerda!, pero nos lo hemos pasado  pipa, por fin he podido experimentar nuevas y fuertes sensaciones. ¡Qué alucine!
Pero su alucine no había terminado, la cara de su víctima estaba por toda la habitación entre  penumbras. Rubén se volvía loco intentando borrar, esa maldita cara de su mente. Daba tropezones y fuertes golpes a paredes y muebles. De nuevo sacó su navaja, pensó que su faena la había dejado a medias y ya tenía que terminarla.
Entre tanto barullo Pepita salió a la habitación intentando calmar a su hijo, pero éste, ciego por la embriaguez y la rabia acuchilló a Pepita.
Ésta cayó al suelo, y Rubén gritó ¡Joder, por fin acabo contigo!

viernes, 24 de febrero de 2012

Mi receta

Toda la semana esperando el domingo, porque sabemos que los abuelos siempre nos preparan una grata sorpresa. Mis hijas y yo somos sus niñas preferidas y así nos lo hacen saber con sus caricias y mimos.
Cuando llega el sábado, nos levantamos muy contentas, ¡nos vamos a casa de los abuelos!
 Al llegar, su hogar como siempre, está impregnado de ese maravilloso olor que envuelve una casa entrañable y a la que yo tuve la suerte de pertenecer. La abuelita, mi madre,  en la cocina con su impecable mandil, prenda obligada, para ponerse delante de una cazuela. Todo preparado, pretendía hacer un guiso con su tomate, sus ajos, su pimentón, todo para hacer mi receta preferida pero…. ¡ese guiso a las niñas no les gusta! pensé y poco después tuve claro que no habría  problema, ahí estaba el abuelo, sin mandil, pero con muchas ganas de complacer a sus niñas. Sartén en mano, agua, aceite, ajos sal y harina, y…ahí está  dispuesto a prepararnos, la comida mejor de la semana.
 Se fríe el aceite y se aparta, se calienta el agua a punto de hervir y se añade la harina y… vueltas y vueltas y de vez en cuando un poco de ese aceite ya frito, y ahí está lo más importante, el abuelo preparando esas migas y nosotras, las tres, mirando con nuestras manos puestas haciendo de plato, para degustar los primeros “pegaos”. De pronto, el abuelo coge la sartén, y nuestro corazón se  encoge cuando las lanza al aire para darles la vuelta, el aliento se nos corta por unos instantes, pero ¡ NO SE LE CAE NI UNA AL SUELO!, luego ahí está lo que tanto estábamos esperando  los  “pegaos”  ¡que ricos!
Las tres alrededor del abuelo y de la sartén y otra vez, otro chorreón de aceite, un poco de reposo y vuelta al aire las migas,  de nuevo con nuestro aliento recortado esperando otra tonga de esos deliciosos “pegaos” que desprenden ese olor tan peculiar.
¡Me encantan los recuerdos con sabor y olor!

 

Recuerdos en una cocina



     Yo vengo de una gran familia, cuando digo gran familia es porque en casa somos muchos, tengo cinco hermanas y a la vez mi madre tiene otros tres hermanos.
Cuando nos juntábamos todos, nuestra casa era una fiesta. La cocina era el refugio de toda la familia. Mi madre había hecho de esta habitación el lugar más acogedor de  la casa, allí solía pasar la mayor parte de su tiempo, y nosotros con ella. La cocina se distribuía así:
      Entramos y al fondo está esa acogedora chimenea, donde arden con fuerza los palos en la lumbre desprendiendo calor hogareño. A la izquierda de la entrada se alinean una pared de rústicos muebles donde se destaca la gran hornilla, casi siempre repleta de cazuelas donde la abuela hacía las comidas mas sabrosas. A la derecha de la puerta y cercana a la ventana la flamante espetera con una docena de cazos de porcelana esperando su turno para desarrollar alguna buena receta, y en el centro brillando como una joya está la reluciente almirez. Todo el ajuar de la abuela, recuerdos que ahora han dejado de serlo para ella.
     Mi madre era la mayor de sus hermanos, y había heredado sus costumbres. Ésta le encantaba reunir a todos sus hijos y nietos alrededor de la gran mesa, y todos los domingos y fiestas de guardar, después de misa, todos mis primos y tíos solíamos comer juntos en su casa. Ella, siempre preocupada por si comíamos suficiente y bien.
Llenábamos de luz y alegría la casa de mi abuela, que aunque ya cansada y fatigada por el tiempo no perdonaba estas reuniones.
     Ahora mi madre había ocupado su sitio. La abuela estaba sentada en su vieja mecedora, en sus pies le ronronean dos gatos, ya no quiere cocinar, no entiende el porqué de estas reuniones que la ponen a ella tan nerviosa. Nuestros saludos al llegar eran un momento comprometido para ella.
     -¡Que alegría verte! Les decimos en tono cariñoso mientras le damos un abrazo. Ella nos miraba con cara de no entender y buscaba refugio en la mirada de mi madre que estaba a su lado.
     -¿Por qué viene tanta gente a esta casa y hacen tanto ruido? 
 No me gusta nada el lío que se forma siempre , y esos niños no los aguanto con sus risas estúpidas.Decía con voz angustiada.
     La abuela llevaba ya mucho tiempo sentada en ese sillón viendo los días pasar pero sin sentido alguno, estos días le habían adormecido el alma. No quería saber nada, ni entendía nada.  
Mi madre, cuando veía que se ponía tan nerviosa alrededor de la cocina, le hacía recordar que esos eran sus hijos y sus nietos, pero su mente no llegaba a rememorar nada, solo tenía un gran vacío.
     Anoche mientras todos estábamos cenando  se puso muy nerviosa, decía que  no sabia quienes éramos y que ella no tenia nietos.
     Yo (su nieta pequeña) le cogí su arrugada mano, la apreté junto a la mía y le miré a los ojos, ella a su vez me miró y su boca dibujó una leve sonrisa. Con voz entrecortada me dijo:
     -Por cierto, ¿has comido?
 El silencio se hizo entre las dos, y éste dijo mucho más que ninguna palabra.



martes, 14 de febrero de 2012

UN SUEÑO QUE CUMPLIR.




    Todos estaban en la fila esperando su turno. Cuando yo llegué estaba tan asustado como mis otros compañeros, todos sabíamos que esto era una prueba más y que un pinchazo mas, ya no nos dolía, sabemos que sólo tienes que aguantar la respiración y no pensar. Yo estaba muy cansado y sin esperanzas. Todas las semanas nos encontrábamos los mismos en esa desesperanzadora fila, aunque allí dentro ya éramos todos hermanos, hermanos de hospital los llamaba yo. Todos oíamos las mismas frases, siempre las mismas, como esas canciones que se ponen de moda, sobre todo no te muevas, no respires.

    Aquella mañana fue diferente, en la fila había una nueva persona, su mirada era fría como la escarcha de los campos. La miré y quise tranquilizarla, decirle que esto se pasa, que no tenga miedo porque el miedo y el dolor sólo existen en nuestra mente. Ella me miró con sus grandes ojos y me sonrió con una sonrisa limpia y amplia y me dijo que sabía que todo iría bien, que la vida no siempre era agradable pero que había que vivirla y no desfallecer.
    De pronto me enseñó una gran lección, y me transmitió una sensación de gran serenidad. Desde aquel momento fuimos muy amigos, la estancia en el hospital fue  mucho más amena. Nos reíamos de nosotros mismos de ver nuestras cabezas pelonas, pero eso no nos hacía desfallecer.
Teníamos muchos planes de futuro. Cuando saliéramos de allí, nos iríamos de viaje, a un lugar donde nosotros fuéramos el techo del mundo y poder sentir éste a nuestros pies.
Como todas las mañanas nos encontrábamos en la fila de las inyecciones, pero esa mañana ella no estaba. Todo se me apagó de pronto, no podría soportar de nuevo el hospital sin su presencia. Corrí por los pasillos como si la vida me fuera en ello, mis zuecos volaban, quería llegar a su habitación y verla. Cuando llegué, su cama estaba vacía, la luz entraba con trabajo a  través de la persiana, pero pude ver que ella no estaba. La enfermera corrió  tras de mí, y cuando llegó a la habitación averiguó la desolación en mi cara. 
¡¡Cómo corres!!,  ¡¡Qué fortaleza tienes!!. Marta se la han llevado sus padres y me ha dejado ésta carta para ti. La sangre volvió a fluir por mis venas, abrí la carta y la leí despacio. “Teníamos una cita que cumplir”. 
Nos veríamos cuando los cerezos estuvieran en flor en la parte más alta de nuestra Alpujarra.
Los días transcurrían lentos y aburridos, pero yo tenía un sueño que cumplir, y soñaba con él. A finales del mes de abril salí del hospital y por fin cumpliría mi sueño, acudir a la cita de mi amada. Un domingo de mayo por la mañana, nos citamos en un pequeño pueblo de la Alpujarra donde los cerezos estaban en todo su esplendor, nos encontramos allí, ella estaba muy guapa con su pañuelo en la cabeza y su falda azul. Pasamos el día juntos, viendo las espectaculares vistas y sintiéndonos los reyes del mundo. Nada ni nadie nos podrían robar estas sensaciones, y como dice un compañero mío si crees en los sueños, ellos se crearán.


MARÍA PÉREZ GARCÍA 4/2/2015