martes, 30 de julio de 2013

Mi familia


         Estaba sentado en el balcón de mi casa  observando a mis nietos jugar con sus amigos. Sus juegos eran extraños para mí, porque no corrían, no saltaban, no hacían nada que me recordara los juegos de mi niñez. Tenían en la mano algo muy pequeño y todos miraban muy atentos ahí, a una diminuta pantalla, de la cual salían vivos colores. Estaban quietos y callados y de pronto saltaban y reían, y de nuevo volvían a mirar dicho objeto. Yo recuerdo que jugábamos a las canicas, a las chapas, al escondite, corríamos como si la vida nos fuera en ello. Esos eran nuestros problemas más graves, no llegar el último. Nuestra guerra de bolas de papel, eran las más atroces y violentas. ¡Qué tiempos aquellos!
         De vez en cuando mis nietos se acercan a mi viejo sillón, del cual no me puedo levantar, y les gusta que les cuente aquellas historias que viví cuando era joven. Disfruto como un niño contándolas. Lo que más le gusta a Isabel es que le cuente como conocí a Gabriela, su abuela. 
         Yo vendía libros por las casas para ganarme unas” perrillas” después de hacer el trabajo del campo, y sobre todo los días de lluvia. Llamé al número quince de la calle gracia, ¡qué curioso el numero y la calle!, me abrió la puerta una morena de ojos negros y pelo ondulado, sólo al verla me dio un vuelco el corazón. Entablé conversación con ella, quería venderle una enciclopedia de la historia de España, pero salió su padre con el ceño fruncido, alisándose el bigote y preguntando que quien era a esas horas y con tanto palique. Cuando me presenté y dije a lo que iba, me dio con la puerta en las narices, pero un buen vendedor nunca desiste en el empeño y volví muchas veces a esa casa, hasta que me compraron la enciclopedia y conquisté a esa linda chiquilla.
Me hice adicto al tabaco porque en mi época estaba muy bien visto un hombre fumando, y yo quería seguir impresionando y conquistando el corazón de mi amada. Entonces no me temblaban las manos al intentar acariciar su pelo, mi sonrisa era limpia y brillante. Ahora veo los desastres que ha hecho el tabaco en mí, por algo me llaman José el mellado.
Mi nieta disfrutaba cuando describía a la abuela, decía que mi cara se transformaba, y que esa mirada triste y apagada que tenía se volvía brillante y alegre. La recuerdo en la cocina con su cucharón de palo removiendo el guiso de carne en la lumbre, era la reina de la cocina. Tuvimos una gran familia. Ella me enseño que esta palabra tiene aromas, huele a guiso, a aliento de canela en rama, a tierra mojada. En ninguna enciclopedia del mundo dice que la palabra familia huele, pero yo aseguro que eso es cierto. Aún lloro por ella, porque me veo cansado y viejo pero a pesar de todo, ya se me cuela alguna sonrisa al verme rodeado de esta mi familia.  

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