lunes, 19 de marzo de 2012

Jueves lardero





JUEVES LARDERO
Yo vivía feliz en mi pueblo, con mi familia y mis amigos ajena a cualquier problema fuera de mi entorno. En la escuela yo era una adolescente más aunque no era de la misma raza que  mis compañeras, mi condición gitana no me impedía estar integrada con mis amigas, aunque es cierto que siempre había quien no quería estar a mi lado, pero eso a mí no me importaba. Cuando salíamos al recreo me juntaba con todas mis compañeras y nuestra mayor pasión era ir a ver a los niños al patio del al lado (porque entonces estábamos en patios diferentes) pero sobre todo, yo perdía los vientos por Carlos, un chico guapísimo, pero claro era payo. Nosotros lo íbamos a tener muy difícil. Yo le gustaba a él también y siempre nos juntábamos cuando podíamos, pero siempre en la escuela y con una alambrada por el medio. Yo era muy afortunada porque tuve la oportunidad de ir a la escuela, no todas las gitanas iban a la escuela, porque para nada nos serviría en el futuro.
Como todos los años por estas fechas que preceden a la Semana Santa, llega el señalado y esperado jueves lardero, todos los niños nos llevan al campo con nuestras meriendas, con lo mejor que cada uno podía llevar, y pasábamos el día en el campo todos juntos. Ese día nosotros lo aprovechamos para estar juntos sin nada que se interpusiera entre nosotros. Pasamos el mejor día de nuestra vida, aún sabiendo el peligro al que nos exponíamos.
Al día siguiente mis padres sabían que yo salía con un payo y la paliza que me llevé nunca la olvidaré, al mismo tiempo, ya nunca volvería a la escuela. Carlos hacía lo imposible para poder verme, pero mi familia nos  lo ponía muy difícil, pero nuestro amor no entendía de barreras y cuando ya se ha pasado el ecuador del invierno y las tardes se alargan, Carlos y yo nos veíamos a escondidas y disfrutábamos de cada momento como si se tratara del último. Pero esto pronto se acabó, una tarde nos encontraron mis hermanos y no tuvieron compasión con nosotros, nos pegaron hasta dejarnos medio muertos, y yo deshonrada por mi raza fui repudiada de mi familia para siempre. Carlos no tuvo mejor suerte, sus padres se lo llevaron lejos del pueblo y nunca más supe de él. Nuestro amor quedó roto y herido, yo nunca lo pude olvidar.
Ahora cincuenta años más tarde, aquí estoy sentada en una triste habitación compartida por otra anciana como yo. Fuera llueve y hace frío y por nuestra ventana veo a una nueva persona que entra a la residencia con un macuto en la mano. Yo me acerco a saludarla porque me gusta dar la bienvenida a mis compañeros, cuando lo miro, me fijo y veo que era él, era Carlos, el tiempo había hecho mella en él, pero yo pude reconocerlo. El me miró y no supo quién era yo. Su mente ya no reconocía ningún rostro familiar. Yo me propuse acercarme a él todos los días para hacerle compañía, pero hasta eso me lo prohibieron, él estaba en una fase diferente a la mía y yo no podía estar allí.
Ya solo me quedaba el consuelo de saber que estábamos los dos terminando nuestros días bajo el mismo  techo y respirando el mismo aire. Pero eso no me bastaba. Una noche me colé a su habitación y por unos instantes quise comprobar que sabía quién era yo, me acerqué y le susurré al oído: Nunca podrás saber cuánto lloré por ti, pero nunca te he olvidado, él me miró y me dijo: sí que lo sé gitana mía. Nos cogimos de la mano y los dos volamos alto, tan alto como que nos fuimos para siempre  juntos a aquel fabuloso jueves lardero.

MARÍA PÉREZ GARCÍA
29/02/2012.

No hay comentarios:

Publicar un comentario